viernes, 7 de julio de 2017

A propósito de "La muerte de Virgilio", de Broch.

¿Qué queda de la obra tras la muerte? ¿Merece o no la pena destruirla? ¿Qué es eso de la inmortalidad del escritor? ¿Hasta qué punto se puede estar satisfecho de lo que se ha escrito?

Me tomo un café y sigo releyendo "La muerte de Virgilio", de Broch. Es un precioso ejemplo de "novela lírica", donde Virgilio se debate entre destruir o no "La Eneida", dedicada a Augusto. El césar lo acompaña en sus últimos días de vida y decide no destruirla.

La he leído tres o cuatro veces. Siempre que lo hago no puedo resistirme a coger "La Eneida" y releerla también. Parte del espíritu de ambas se encuentra en una de mis novelas "La paz de febrero".
Por eso, a veces, no sé si soy Eneas, Virgilio o Broch, si estoy en Madrid, Cartago, Viena o Nueva York. Si me escapo por el borde de la página en el viaje de la vida, camino de Roma, del exilio o del sentido de mi propia existencia.

¿Qué queda al final? ¿Qué seríamos sin el amor, la belleza y la palabra?

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