viernes, 3 de mayo de 2013

Los orígenes del teatro español (y 3)

Las obras que se representaban en el interior de los templos, autos de Navidad y sacramentales, comenzaron a salir al exterior, y el teatro moderno fue sumando las características que lo definirían con el paso del tiempo. Moratín menciona las grandes composiciones de Garcilaso, y lamenta que no se escribiera de esa forma, lo que llevó a las autoridades a sacrificar "lo útil por lo necesario".

Es el momento de que el autor se detenga en Lope de Rueda, al que admira, y del que dice que “antes de la mitad del siglo XVI apareció en los teatros de su patria como ingenioso autor y gracioso representante”. Lo suyo fueron pequeños dramas de tres o cuatro personas con una acción y un lenguaje muy sencillos, junto a caracteres naturales y populares. Sus obras más largas no le merecieron el mismo aprecio, porque imitaba en exceso a los italianos.

Juan de Timoneda fue su amigo y editor de sus obras, y le imitó en algunas piezas en prosa (las escritas en verso no le gustaban a Moratín). También se refiere a Alonso de la Vega, representante y autor de compañía, que tuvo cierto éxito en su época con las tres comedias que se conservaban de él, pero Moratín ponía en duda su calidad. No obstante, estos comentarios le sirven para añadir que había otros imitadores de este tipo de obras. Lo que no hace Moratín, no obstante, es prestar atención a la vida y aportaciones de los autores que va nombrando, ni siquiera para referirse a las grandes aportaciones técnicas y teóricas del Cancionero de Juan del Encina o la Propalladia de Torres Naharro.

Sí tiene un hueco en su estudio el caso de la escenografía, así como de otros elementos esenciales de la representación. “Las compañías cómicas vagaban por todas las provincias entreteniendo al pueblo con sus comedias, tragedias, tragicomedias, églogas, coloquios, diálogos, pasos, representaciones, autos, farsas y entremeses; que todas estas denominaciones tenían las piezas dramáticas que se escribieron entonces” (p. 44).

La escenografía no acompaña a la representación, debido a su considerable retraso, entre otras cosas porque no existían los teatros permanentes, y los actores deambulaban de un sitio a otro sin comprometerse con el lugar. Por otro lado, según Moratín las representaciones religiosas seguían siendo, a veces, grotescas, algo que mejoró tras un concilio celebrado en Toledo en los años 1565 y 1566. Poco a poco los dramas sagrados fueron desapareciendo de los templos, y los manuscritos destruidos. Con ello los teatros públicos recibieron un nuevo impulso.

El “inventor de los teatros” fue Naharro, en torno a 1570, al introducir decoraciones pintadas y movibles según lo pidiera el argumento de la obra. Además, “mudó el sitio de la música, aumentó los trages, hizo varias alteraciones en las figuras de la comedia, puso en movimiento las máquinas, imitó las tempestades, y animó sus fábulas con el aparato estrepitoso de combates y ejércitos” (p. 48), algo que tampoco gustaba demasiado a Moratín, por su desmesura.

Él pone como ejemplos adecuados las obras de Gerónimo Bermúdez y Pérez de Oliva. Otro autor, Malara, no le convencía, y prefería a un discípulo de este, Juan de la Cueva. Con las creaciones de unos y otros se fueron confundiendo los géneros cómico y trágico, con todo tipo de composiciones líricas y una cierta desatención de la parte dramática.

En este punto llegó Cervantes, muy crítico con la forma de representar las obras, y que, a pesar de su prodigiosa pluma, tampoco sirvió para engrandecer el género al tratar de acomodarse al gusto del público, como también ocurriría con otros creadores como “Cetina, Virués, Guevara, Lupercio de Argensola, Artieda, Saldaña, Cozar, Fuentes, Ortiz, Berrio, Loyola, Mejía, Vega, Cisneros, Morales, y un número infinito de poetas de menor celebridad, que florecieron en Castilla, Andalucía y Valencia” (p. 51).

En esta época se construyeron los dos primeros corrales de comedia en Madrid, el de la Cruz (1579) y el del Príncipe (1582), donde se empezaron a representar las elegantes y esenciales obras de Lope. Moratín ensalza las cualidades del teatro de este último, pero también censura sus excesos, como también comentará de Calderón.

Tras aportar a la escena española de su época dos obras fundamentales como El sí de las niñas y La comedia nueva o el café, que mezclaban el entretenimiento con el evidente didactismo, Moratín sintió la necesidad de buscar el origen del teatro español, como una forma de justificar su propio trabajo, y el de los grandes autores que le habían antecedido como Lope, Cervantes y Calderón. La época romántica se acercaba, y esta idea de las raíces se convertiría en alguna habitual en la mayoría de los autores europeos del momento. Los propios autores y espectadores extranjeros empezaban a necesitar de esos estudios.

Moratín repasa las obras sagradas relativas a la Biblia, creadas y representadas por los clérigos en las iglesias y catedrales, y se acerca tímidamente a la eclosión del teatro tal como lo entendemos en la actualidad, justo en el momento en que las obras salen al exterior de los templos y empiezan a “pasear” por los caminos y los pueblos. Sin mencionar a algún autor significativo como Lucas Fernández (y apenas al portugués Gil Vicente), así como las poéticas más significativas de Juan del Encina (que siempre denomina “de la” Encina) y Torres Naharro, prepara el camino a la obra de Cervantes y Lope con la relación y descripción de algunas de las obras esenciales del teatro prelopista español.

(Publicado en el Diario Progresista el 3 de mayo de 2013).