viernes, 9 de septiembre de 2011

El crepúsculo de los dioses

Con esta ópera se cierra el ciclo del anillo, y también los cinco artículos que he escrito para evocar, de alguna forma, los veranos de mi infancia en la sierra de Gredos. Posiblemente aquí se encuentre la música más hermosa de Wagner (la más moderna es el Tristán), aunque el libreto sea un tanto convencional.

La metáfora, no obstante, posee una validez incuestionable en estos tiempos, como he intentado poner de manifiesto en los anteriores artículos. El hombre ya no necesita a los dioses para vivir, se ha liberado de su yugo. El arte y la ciencia son un buen sustituto. Y el amor, por supuesto, y si se me apura incluso el sexo. Sabemos de sobra que la inmortalidad no existe, y lo más cercano que tenemos nos lo ofrecen las obras de arte imperecederas, los adelantos científicos y la sensación de que durante un instante “divino” somos capaces de amar y ser amados.

Como también se ha comentado, es a partir del siglo XVIII cuando cambia la actitud del artista ante la verdad y la realidad de la vida, en definitiva ante el poder de la naturaleza sobre la obra de arte, y lo hace con dos nuevas miradas: la secularización de la experiencia religiosa y la sacralización del arte. En el primer caso, aparece el “artista-creador”, comparable al “Dios-creador” (como un nuevo Prometeo) que construye mundos posibles, coherentes y cerrados como si fueran mundos paralelos al real. En el segundo, la obra de arte crea belleza por sí misma, lo que también supone la laicización de la idea de divinidad.

El arte contribuye a captar y asimilar las ideas sociales de cada momento histórico. El artista que consigue trascender su propia historia (como le ocurre a Wagner) es el que percibe lo que todavía no está resuelto en la mentalidad de su época, y lo brinda a la sociedad para que ésta lo transforme en el verdadero estilo de su tiempo. La mentalidad o espíritu de una época no son sólo las ideas puras de los científicos o filósofos, sino también la fantasía, la imaginación y la sentimentalidad éticas.

En “El crepúsculo de los dioses”, Wagner se vale de la coartada del filtro del olvido para que Sigfrido sea infiel a Brunilda. Como la vida misma… Brunilda es capaz de odiar y amar con locura al mismo tiempo, e incluso de sacrificarse. Cuando se inmola en la última escena de la ópera a lomos de su caballo, para que el anillo vuelva al Rin, lo que el compositor consigue es que entendamos que es la belleza de la música y del amor lo único que puede salvar a la humanidad.

Por eso mismo tuvo que posponer la terminación de la tetralogía para componer “Tristán e Isolda”. Escribió los dos primeros actos de Sigfrido y durante años se dedicó a la hermosa leyenda de los dos amantes y a “Los maestros cantores”. La música del Tristán es la más sublime que pudo componer, entre otras cosas porque juntó las ideas del amor, el sexo y la muerte. Cuando regresó al “Anillo”, Wagner ya era inmortal, un nuevo dios sobre la tierra.

(Publicado en el Diario Progresista el 9 de Septiembre de 2011)

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