lunes, 7 de marzo de 2011

Borges, un homenaje a los 25 años de su muerte



Alireza Barban abrió el sobre, sacó la cuartilla y la leyó con preocupación. Era el final de su vida laboral después de cuarenta años de trabajo. Lo de menos eran las manchas de grasa que no salían con el jabón de su madre, ni siquiera con el gel que le compraba Leila desde que se casaron. Después llegaron las niñas, y con ellas un jabón infantil que tampoco había servido de gran cosa. Todos los libros tenían manchas de aceite en la portada y el borde de las páginas, pero a él no le importaba. 
Un día despertó pronto, se quitó las sábanas de encima, se restregó los ojos, se puso las zapatillas, se acercó al lavabo, se afeitó, se duchó, se roció con la colonia que adoraba Leila, preparó el desayuno y llegó al convencimiento de que el Aleph era una historia de amor. Entonces decidió reescribir el cuento desde la primera a la última página, con sus incongruencias y misterios.

El Aleph es el principio unificador del mundo, la salvación a través de la escritura. Una sola página, un sólo poema, un sólo libro bastarían para justificar la vida de su autor, incluso de un mecánico con las manos sucias. (Una vez soñó que le caía encima el motor de un coche y los médicos le cortaban los brazos a la altura de los codos. Y soñó que seguía escribiendo con la boca hasta terminar el cuento. Las manchas de grasa habían desaparecido de los libros. Las hojas olían tan bien que sus hijas aprendían a leer en ellas embriagadas por su seductor aroma. Después lo llevaban en silla de ruedas, entre gritos de alegría, por circos, teatros y palacios de congresos. Alireza se convertía así en una gran atracción, la octava maravilla del mundo sin levantarse de su silla de ruedas).

El mecánico recordó que hacía muchos años que quería escribir algo sobre los ángeles. El Aleph era el signo que usaban los cabalistas para denotar una de las emanaciones de Dios: “Al cerebro..., al primer mandamiento..., al cielo del fuego..., al nombre divino que dice que soy el que soy..., a los serafines llamados bestias sagradas.” El Aleph era Norah Lange, antes y después de saber de su existencia. La mujer mítica (ángel, inglesa e innumerable) prefirió a Oliverio Girondo, quizá porque sólo buscaba mujeres que supieran volar. Sin embargo, Barban no quiso detenerse en esa historia. Al escribir el Aleph pretendía considerar a los ángeles igual que a los árboles, ya que ambos son una realidad del mundo. Así vivimos nosotros envueltos en la emoción, pensó el mecánico.

Y después leyó un poema sufí escrito por Farid ud-dim Attur, el “Coloquio de los pájaros”. Leyó cómo el simorgh, que era el rey de los pájaros, perdió una de sus plumas, y los pájaros decidieron encontrarla, para lo que atravesaron siete valles y siete desiertos y siete mares, que simbolizan las etapas del proceso de purificación (como los siete sellos y las siete trompetas y las siete copas del último libro de la Biblia), hasta que treinta de ellos llegaron exhaustos a una montaña sagrada, sólo para descubrir que ellos eran el simorgh y que el simorgh era cada uno de ellos. Había comprendido que, al sumergirse en el Aleph, podía integrarse en el orden objetivo del mundo. Sentía el Aleph dentro de él y no olvidó que Borges seguía recordando a Norah Lange, aunque conociera a mil mujeres o habitara todas las bibliotecas del mundo. Y escribió que no podía dejar de acudir cada año a la casa de Beatriz Viterbo, y que allí se quedaba cada vez más tiempo. Un día le dijeron que la casa iba a ser demolida. Y supo de la existencia de una esfera mágica que suministraba a quien la veía una visión instantánea del universo. Era uno de los puntos del espacio que contenía todos los puntos, al igual que el simorgh era todos los pájaros que buscaban la pluma mágica en los desiertos, valles y mares. Entonces Barban escribió que la esfera estaba en el sótano de la casa de Beatriz, y no se le olvidó recordar la Comedia de Dante, ese relato de la salvación del alma, el viaje al infierno y al purgatorio en compañía de Virgilio, un viaje al paraíso con Beatriz. En la casa del cuento estaban los dos árboles del paraíso, el de la Verdad y el del Bien y el Mal, pero para Barban sólo había un árbol. De ese árbol habían salido todos los libros leídos con las manos manchadas de grasa. Ahora todo llegaba a su fin, y Beatriz sustituía cada uno de los libros de la biblioteca. El nuevo amor sería la rosa mística, y de sus pétalos saldría la obra maestra que le llevaría al paraíso como si también él fuera de la mano de Beatriz, la del Dolce Stil Nuevo, la de la Vita Nuova. Los místicos invocan una rosa, se dijo Barban mientras reía, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y el sol un cántaro de vino, un jardín y el acto sexual. De todas esas metáforas ninguna le servía para la esperada noche de júbilo. Cuando terminó de escribir, soltó carcajadas que retumbaron en la noche y despertaron a su mujer y a sus hijas, que se acercaron a él lentamente y lo abrazaron con cariño.


(Artículo publicado en "El Diario Progresista", el 14 de Enero del 2011)  

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